Figuras de la escena: los grandes directores del teatro español de los siglos XIX y XX
La historia del teatro español no puede comprenderse sin atender a la figura del director escénico, ese intermediario esencial entre el texto dramático y su encarnación sobre las tablas. Aunque la noción moderna de dirección teatral no se consolidó hasta bien entrado el siglo XIX, ya desde épocas anteriores existían responsables de la puesta en escena, encargados de coordinar el trabajo de actores, escenógrafos y músicos. Sin embargo, fue con la profesionalización del oficio y la aparición de grandes nombres asociados a estilos y compañías concretas cuando comenzó a emerger una figura autoral que definió el rumbo del teatro español.
Durante el siglo XIX, el teatro vivió un proceso de transformación radical. Los antiguos corrales de comedias dieron paso a los grandes teatros italianizantes, con sus telones pintados, tramoyas mecánicas y primeras innovaciones en iluminación. En ese contexto, la figura del empresario-director era habitual: hombres que combinaban la gestión económica con la organización artística del repertorio. Entre ellos destaca Manuel Catalina, una figura clave del último tercio del siglo XIX. Actor, empresario y director del Teatro Español en varias etapas, Catalina tuvo un papel central en la recuperación del repertorio clásico del Siglo de Oro, al tiempo que apostó por autores contemporáneos como Echegaray, Tamayo y Ayala o Pérez Galdós. Su visión escénica, aún anclada en un estilo declamatorio y pictórico, supo adaptarse a las exigencias del público burgués de la época, y su labor como introductor de reformas escenográficas marcó el comienzo de una nueva forma de concebir la escena.
A caballo entre los siglos XIX y XX, María Guerrero representó una ruptura con los modelos convencionales. Actriz extraordinaria y directora de compañía, Guerrero fundó junto a su esposo, Fernando Díaz de Mendoza, una de las agrupaciones teatrales más influyentes de la época. Juntos crearon un estilo escénico elegante, refinado y exigente que elevó el nivel de las representaciones dramáticas en España. Su compañía fue una de las primeras en introducir un trabajo actoral más realista y disciplinado, y su paso por el Teatro Español y más tarde por el teatro que hoy lleva su nombre supuso una auténtica revolución artística. Guerrero no solo dirigió espectáculos, sino que impuso un modelo de producción integral, donde se cuidaban todos los aspectos de la puesta en escena, desde el vestuario hasta la iluminación, anticipando así el concepto de dirección escénica como unidad estética.
Otro pionero del cambio fue Enrique Borrás, actor y director con una fuerte personalidad escénica. Aunque centró gran parte de su carrera en el teatro catalán, su influencia se dejó sentir en todo el país. Como director, apostó por una interpretación más naturalista y menos grandilocuente, acercando los textos al espectador de su tiempo. Su vinculación con autores como Àngel Guimerà o Santiago Rusiñol contribuyó a consolidar un teatro moderno, comprometido con la realidad social, y alejado del efectismo decimonónico.
Ya en el siglo XX, la figura de Cipriano Rivas Cherif marca un hito en la evolución del concepto de dirección escénica en España. Considerado uno de los primeros directores modernos del país, Rivas Cherif fue también un teórico del teatro, autor de numerosos textos sobre estética escénica e impulsor de una nueva manera de entender la puesta en escena. Fundador del Teatro de Arte y más tarde director del Teatro Español bajo la Segunda República, Rivas Cherif promovió una línea estética próxima a las vanguardias europeas. Introdujo la escenografía abstracta, el trabajo de mesa con los actores y el uso simbólico del espacio escénico. Su admiración por las ideas de Gordon Craig o Stanislavski se plasmó en montajes que rompían con las convenciones naturalistas y buscaban una experiencia teatral más intelectual, más rigurosa y más coherente en su diseño general.
En paralelo, el nombre de Margarita Xirgu brilla con luz propia. Aunque su fama se consolidó como actriz, la Xirgu también desempeñó una notable labor como directora, especialmente en su exilio americano. En España, durante los años treinta, impulsó montajes audaces que pusieron en primer plano a autores como Federico García Lorca, con quien mantuvo una estrecha relación artística. Su interpretación y dirección de obras como *La casa de Bernarda Alba* o *Doña Rosita la soltera* mostraron un enfoque sensible, sobrio y cargado de matices. Ya en Uruguay, donde fundó la Escuela Municipal de Arte Dramático de Montevideo, desarrolló una intensa actividad como pedagoga y directora de escena, formando generaciones de actores y consolidando su visión de un teatro culto, comprometido y profundamente humano.
La posguerra trajo consigo una escena teatral marcada por la censura, la represión y el control ideológico. Sin embargo, en medio de esas limitaciones florecieron figuras que supieron sortear los obstáculos y elevar el nivel artístico del teatro español. Una de las más destacadas fue José Tamayo, director de escena, productor y gran divulgador del teatro universal. Tamayo dirigió durante décadas el Teatro Español y más tarde fundó la Compañía Lope de Vega, con la que recorrió toda España. Fue un firme defensor del repertorio clásico, especialmente del Siglo de Oro, pero también introdujo en España a autores contemporáneos como Arthur Miller, Tennessee Williams o Jean Anouilh. Su talento para armonizar espectacularidad, claridad narrativa y respeto por el texto lo convirtió en uno de los directores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Con su mítica puesta en escena de *Fuenteovejuna* en 1975 o su recuperación de *La vida es sueño*, Tamayo demostró que el teatro clásico podía ser vibrante, emocionante y perfectamente vigente.
Por su parte, Adolfo Marsillach representa la transición hacia un teatro más comprometido con su tiempo. Actor, dramaturgo, director y fundador del Centro Dramático Nacional, Marsillach fue una figura clave durante la Transición. Su concepción del teatro como vehículo de reflexión política y social lo llevó a asumir riesgos artísticos notables, y su implicación con el teatro público permitió consolidar estructuras institucionales aún vigentes. Dirigió montajes que combinaron clasicismo y provocación, y supo leer los textos del pasado con una mirada contemporánea. Entre sus logros se cuenta también la fundación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, cuyo objetivo era acercar el repertorio áureo a nuevos públicos con rigor, belleza y una visión actualizada.
En los años sesenta y setenta, emergieron otras figuras que, desde los márgenes, renovaron el lenguaje escénico. Miguel Narros, formado en Italia, trajo consigo una visión más plástica y refinada del teatro. Como director del Teatro María Guerrero, se destacó por sus cuidadísimas puestas en escena, muchas de ellas sobre textos clásicos españoles y extranjeros. Narros entendía la dirección como una labor de orfebrería: cada gesto, cada silencio, cada iluminación era parte de una partitura cuidadosamente construida. Su trabajo con actores como Nuria Espert, Ana Belén o José Luis Gómez dio lugar a montajes que aún hoy se recuerdan por su sensibilidad estética y profundidad emocional.
Precisamente Nuria Espert, que inició su carrera como actriz precoz, desarrolló también una importante trayectoria como directora, especialmente a partir de los años ochenta. Su enfoque ha estado siempre marcado por el respeto al texto y la búsqueda de una expresividad que combine emoción e inteligencia. Ha dirigido tanto a autores clásicos como Shakespeare, Lorca o Eurípides, como a contemporáneos como Marguerite Yourcenar o Sarah Kane, y lo ha hecho con una mirada siempre personal, delicada y exigente. Su labor como directora se ha proyectado también internacionalmente, con montajes en Europa y América que han consolidado su prestigio como figura central del teatro español.
No puede pasarse por alto la figura de Lluís Pasqual, uno de los directores que mejor ha representado la conexión entre tradición e innovación. Formado en el Institut del Teatre de Barcelona, fue cofundador del Teatre Lliure, epicentro de la renovación teatral catalana, y ha dirigido también el Centro Dramático Nacional y el Teatro Arriaga de Bilbao. Su trabajo se ha caracterizado por una mirada precisa, profunda y comprometida con el texto, ya sea en montajes clásicos o contemporáneos. Su puesta en escena de *El público* de Lorca en 1986 marcó un punto de inflexión en la relación del teatro español con la herencia surrealista y poética del autor granadino.
La segunda mitad del siglo XX trajo consigo también la aparición de directores que rompieron con la convención escénica desde un enfoque más experimental y performativo. Salvador Távora, con su teatro andaluz de raíz flamenca y compromiso político, o Albert Boadella, con su compañía Els Joglars y su crítica mordaz a las instituciones, aportaron un enfoque nuevo, iconoclasta, incómodo. A través de lenguajes híbridos, provocadores y populares, contribuyeron a ampliar los límites del teatro español y a reavivar su conexión con la realidad social.