El teatro durante la Guerra Civil y la posguerra
El teatro español vivió, durante la Guerra Civil (1936-1939) y la inmediata posguerra, uno de los periodos más convulsos, complejos y significativos de su historia. Lejos de quedar reducido a una mera víctima de las circunstancias, el teatro se convirtió en un espacio de resistencia, propaganda, consuelo y, en algunos casos, evasión. En medio del conflicto armado y de la brutal represión posterior, la escena española mantuvo, con distintas formas y lenguajes, su función como vehículo de expresión colectiva, reflejo de tensiones ideológicas y espejo del alma de un país desgarrado.
Durante la contienda, el teatro fue un frente más. Ambos bandos, republicano y sublevado, entendieron el poder simbólico de la representación escénica y su capacidad para movilizar emociones, consolidar discursos y fortalecer identidades. En la zona republicana, el impulso cultural fue especialmente notable. Bajo el lema de “la cultura al servicio del pueblo”, se organizaron numerosas iniciativas para llevar el teatro a todos los rincones del territorio. Una de las más recordadas fue La Barraca, compañía itinerante fundada por Federico García Lorca y dependiente de la Universidad de Madrid, que recorría pueblos y ciudades representando textos del Siglo de Oro español para públicos populares. Aunque su actividad se interrumpió con el estallido de la guerra y la muerte de Lorca en agosto de 1936, su legado inspiró otras agrupaciones teatrales comprometidas con una función pedagógica y social.
En paralelo, se desarrollaron grupos como El Búho, dirigido por Max Aub, y se multiplicaron las representaciones de obras de contenido político o social, muchas de ellas de creación colectiva. El teatro republicano no solo pretendía entretener, sino también denunciar las injusticias, promover la conciencia antifascista y dignificar la cultura popular. Se representaban textos de autores como Bertolt Brecht, Valle-Inclán, Alfonso Sastre o los propios dramaturgos que escribían desde el frente o la retaguardia. Los espacios eran improvisados, los recursos escasos, pero el compromiso artístico y político era profundo.
En el bando franquista, el teatro fue utilizado como herramienta de propaganda nacional-católica. Se promovieron representaciones que exaltaban la tradición, la unidad nacional, la religión y el orden. La censura fue inmediata y férrea: se prohibieron obras consideradas subversivas, se depuraron compañías y se instauró un control ideológico estricto sobre los contenidos escénicos. Aun así, se mantuvieron en cartel algunas comedias ligeras y obras de entretenimiento que buscaban distraer al público de las penurias de la guerra. El teatro, incluso en su versión más complaciente, ofrecía una válvula de escape ante el miedo y la incertidumbre.
Con el final de la guerra y la instauración del régimen franquista, el teatro español entró en una nueva etapa marcada por la represión, la censura y el aislamiento cultural. La mayoría de los grandes nombres del teatro republicano fueron asesinados, exiliados o silenciados. Federico García Lorca, fusilado en los primeros meses del conflicto, se convirtió en símbolo de la cultura truncada. Rafael Alberti, Max Aub, Alejandro Casona, Cipriano Rivas Cherif y muchos otros continuaron su labor teatral desde el exilio, en América Latina o Francia, manteniendo viva una tradición escénica que en España quedaba interrumpida o reducida al silencio.
Dentro del país, el teatro de la posguerra fue en gran medida un teatro de evasión. Se impuso un modelo escénico conservador, basado en la comedia burguesa, el enredo sentimental y la glorificación de los valores tradicionales. Autores como José María Pemán, Joaquín Calvo Sotelo o Víctor Ruiz Iriarte representaban una dramaturgia acorde con los postulados del régimen, y eran sistemáticamente favorecidos por los circuitos oficiales. El humor blanco, el costumbrismo inofensivo y el teatro de salón dominaron los escenarios durante los años cuarenta y buena parte de los cincuenta.
Sin embargo, incluso en ese contexto adverso, comenzaron a emerger voces disidentes. Antonio Buero Vallejo, con *Historia de una escalera* (1949), inauguró una nueva etapa del teatro español: una dramaturgia simbólica, profunda y moralmente comprometida, que sorteaba la censura mediante el uso de metáforas, silencios y estructuras narrativas complejas. Buero, que pasó varios años en prisión tras la guerra, se convirtió en la conciencia escénica de la posguerra, y en un referente para toda una generación. Obras como *El concierto de San Ovidio* o *El tragaluz* exploraban temas como la injusticia, la alienación y la esperanza en medio de la desesperanza.
También surgieron, en los márgenes, experiencias de teatro independiente que buscaban recuperar la vitalidad cultural de otros tiempos. Compañías como Arte Nuevo, dirigida por José Luis Alonso, o el Teatro Español Universitario (TEU) mantuvieron viva una escena paralela, más arriesgada, que prepararía el terreno para la explosión creativa de los años sesenta y setenta.